viernes, 17 de diciembre de 2010

Comerse el dinero

Allá por 1858 el gobernador Isaac I. Stevens se puso en contacto con el gran jefe Seatle para comprarle unos terrenos en lo que hoy es el estado de Washington. Todo un avance si se tiene en cuenta que la manera tradicional de adquisición de solares por aquel entonces era la apropiación. El jefe indio, orgulloso, se largó un discurso en el que, según las versiones, se incluía este párrafo:
"Cuando el hombre haya matado el último animal, cuando haya talado el último árbol, cuando haya contaminado el último mar, el último río, el último afluente, cuando haya intoxicado la última partícula de aire respirable, entonces, sólo entonces se dará cuenta de que el dinero no se come, ni te quita la sed ni se respira". Hace falta tener el corazón muy duro para no emocionarse.

Pues bien, el jefe Seatle era un mentiroso. O, si quieren, digamos que se equivocaba. Dos veces. Primero, porque el discurso tiene truco y bastante de invención. Segundo, porque el dinero se come.
Antes de que le dé un bocado a un billete, precisemos que no hablamos exactamente de dinero, sino de oro. El oro, que hasta no hace tanto era el patrón por el que se regía el valor del dinero, ha llegado a las mesas festivas. 23 ó 24 kilates que darán a sus platos un toque diferente, con mucho dorado y mucho glamour. Lo tiene en láminas, en pétalos, en polvo o mezclado con distintos productos. Y también se bebe, pues puede disfrutarlo dentro de un cava, compartiendo espacio con las burbujas. El sabor es neutro, así que lo puede usar sin complejos hasta que el bolsillo lo permita.

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