viernes, 26 de noviembre de 2010

Placeres de un vividor

Casanova era hombre de gustos refinados. Amante de los placeres en todas sus formas, guardó un rincón para su pasión, una más, por el foie. Así, recuerda en sus memorias la noche que pasó con Lia, de la que destaca tanto su belleza como su exquisita manera de preparar este hígado de ave. "Esa noche disfruté de la voluptuosidad más completa" , escribió para la posteridad.
El poeta Pablo Neruda también dejó constancia de su admiración por este manjar que, junto a la trufa y el caviar, quizá constituya el mejor ejemplo del lujo y el disfrute en una mesa. El chileno, otro gran vividor, le dedicó un poema que empezaba por "Oh, tú, hígado de ángel" y terminaba "Con un largo escalofrío de placer". ¿A qué se debe tanto amor?
Los patos y las ocas son animales inquietos que se pasan la vida de acá para allá. Acostumbrados a las migraciones, necesitan acumular grandes reservas de energía para no quedarse a mitad de camino y poder seguir el ritmo que impone su bandada. A base de mucho comer, pues son grandes tragones, van añadiendo grasa a su hígado y formando, sin pretenderlo, una de las delicias gastronómicas más apreciadas del mundo.

Fuente: Yun Foto

Los egipcios comenzaron a disfrutar de esta víscera muchos siglos antes de nuestra era y transmitieron ese aprecio a los judíos, que luego conservarían la tradición de la cría y engorde de estas aves. Los romanos comenzaron a macerarlo en leche y miel y lo difundieron por Europa, aunque los griegos ya lo habían utilizado antes. La importancia de este producto es tal que su propio nombre, hígado (foie, en francés), deriva del sistema de cebado que se empleaba con los animales a base de higos desecados.
La fama de esta vianda decayó en el Viejo Continente después de la caída del Imperio y serían los judíos los que seguirían consumiéndolo como uno de sus aportes fundamentales de grasa en la Europa Occidental antes de su reaparición allá por el Renacimiento.
El foie, por cierto, es el hígado hipertrofiado, que no enfermo, de las ocas y los patos. En su punto ideal, debe tener un color uniforme y una textura tersa, sin manchas ni restos de sangre, y alcanzar un peso de entre 500 y 900 gramos, en el caso de las ocas, y  de entre 300 y 600, en el de los patos. Aquél es más suave y éste es más fuerte. Los dos son extraordinarios.

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